sábado, octubre 29, 2005

La flor de la manigua


La encontré en el malecón de La Habana, frente al Habana Libre, mirando al horizonte del mar como sólo saben hacerlo los cubanos. Que en los atardeceres se reúnen a ver pasar el horizonte frente a su malecón sabiendo que más allá está la Florida, no tan florida sin dólares, y su "libertad".

Su piel era de un desmayado color tabaco, como el de los taínos, y haciendo juego con la piel, los ojos eran color de miel. Grandes, vivos y cautivos de una cara todavía adolescente que no era acorde a su edad ni a las necesidades que aún no se pueden cubrir en la isla.

Los cabellos, de color moreno azabache, mecidos por el viento húmedo. Y acompasados con el vaivén de las olas, a intervalos, traían olor a sal y humedad entre su confusa melena rizada, que casi le llegaba a la cintura.

La cara perfilada con una diminuta nariz, sobre sus siempre sonrientes labios de mulata, era retocada con un ligero maquillaje. Fue en ese momento cuando con su melena larga, que con el viento le tapaba media cara, se puso simpática a charlar conmigo como si nos conociéramos de siempre. Si las miradas pudieran ser lentas diría que me miró despacio. Mucho.

Llevaba un cortito traje de algodón blanco con florecitas. Faldita corta y tirantes finos sobre los hombros. Las ráfágas de las olas al romper, a intervalos, relucían en sus vidriosas pupilas. Sus incisivos aparecían con sus sonrisas, muy blancos, entre sus labios de canela y el collar de marfil era un trazo pálido, de lado a lado del cuello moreno, que con la luz quebrada de atardecer sobre el horizonte hacía juego en sus destellos y reverberaba en su piel como un reflejo de luna.

Ya anochecía, y la invité a tomar unos mojitos en el Floridita, donde Hemingway pasaba sus más dipsómanas horas de la Habana vieja. Y la vi sonrojarse hasta la punta de la nariz.

Después me miró como sólo saben mirar las mujeres, con esa sabiduría irónica y fatigada que nos domina a los hombres, que ni se aprende ni tiene edad porque la llevan en la sangre, desde siempre. Y aceptó con una sonrisa larga, que pudo ser, también, un gemido dulce o una complicidad.

Habría querido recordarla siempre así, con aquellos ojos tan grandes que daba vértigo asomarse, fijos en la espuma que desilachaba el viento sobre las rocas y las olas del mar, y donde más allá está el paraíso. Hoy, por fin, vive en Miami.

Bueno, ya conté una de las cosas que nunca quise olvidar. Ahora te dirijo la pregunta: ¿Qué cosa nunca querrías olvidar?

domingo, octubre 23, 2005

Completando mi anterior post

En mi posteo anterior hablaba de un asunto que hoy el diario español El Mundo completa con la opinión de aproximadamamente 34.000 personas de este planeta. Hoy internet permite esto. Por supuesto quiero agradecer a este periódico la autoría de dicha encuesta, que le pertenece, y ahora enlazo con mi post.

También es mi deber rectificar una información errónea publicada en mi anterior post: Verónica, futura brillante periodista, estudia en la Universidad de Concepción, donde vive, y no en la Católica. Perdona por la información mal dada y por los incovenientes que ésta te pudo provocar.

miércoles, octubre 19, 2005

El mendigo


Lee uno en la edición impresa del periódico El Mundo , hoy día 19, que el Ayuntamiento de una de las principales y mejores ciudades españolas multará a los clientes de prostitutas, del ´top manta´ y a los mendigos "insistentes". También se sancionará a los que orinen, vomiten o hagan acrobacias en la calle.

Este diario es uno de los más serios e independientes del país, el segundo en número de lectores y presenta un periodismo vigilante. Del que tanto sabe nuestra amiga Verónica, estudiante de Periodismo allá en la Universidad Católica de Concepción en Chile. Entonces no me queda más que quedarme perplejo ante la noticia.

Del asunto de las prostitutas prefiero no hacer ningún comentario. Es un tema serio, muy serio, el de la realidad de muchas mujeres, como para escribirlo en un simple post. Algunas merecen mucho respeto, ellos no lo sé. Por lo menos el Anteproyecto de ley dice que se van a multar a los clientes de dichos alivios.

En cuanto al "top manta" es un asunto distinto. Para aquellos que no saben a qué se refiere el asunto, los manteros son aquellas personas -principalmente inmigrantes africanos o chinos- que venden copias de cd´s pirateados. Sé que es un fraude al autor, a las discográficas, al Estado y al propio consumidor; pero mientras los precios de libros o cd´s sean tan altos y se cobre tantos impuestos de cada obra será difícil evitar el daño. Tampoco quiero hacer más comentario en este post.

Lo gracioso llega con el tercer colectivo: el de los mendigos "insistentes". Dice el diccionario de la Real Academia que insistente es el que persiste o se mantiene firme en algo. O sea, en esta ciudad se va a poder ser mendigo pero sólo un poquito. Claro, así el alcalde no se enfada, tú eres mendigo, pero sólo pides una vez y si no te dan ya no vuelves a pedir porque te multan o porque de pronto ya eres millonario y tu situación es distinta. La pobreza extrema es lo más persistente que conozco, el pobre cada vez es más pobre. Además si son pobres cómo se les van a cobrar las multas. ¿Les fiarán o les concederán créditos para pagarlas? No sé, claro.

Los que orinen lo que son es unos guarros y no hay más. Y los que hacen acrobacias lo que son es unos artistas por hacerlas, ¿por qué multarlos?

Pero, ¿qué pasa si eres un mendigo persistente, muy mendigo, que vende cd´s para ganarse el litro de vino barato y mientras se desplaza acrobáticamente en monopatín le entran unas ganas enormes de orinar justo cuando su compañera ejerce la prostitución? Mejor, vente pa Madrid, aquí no te dicen nada.

jueves, octubre 13, 2005

El pan y la sal


El otro día fui al supermercado de unos grandes almacenes conocidos en Madrid a hacer la compra y así aprovisionar la despensa de mi casa. Los chicos de vez en cuando hacemos esto para así creernos que llevamos el peso de las tareas del hogar, pero en realidad sabemos que estamos algo más lejos de eso.

Las cosa es que andaba yo por el supermercado con la lista de papel que previamente me habían apuntado y el carrito, que se iba llenando a cada paso. Nosotros, los hombres, solemos ir al supermercado con la lista en la mano porque si no compramos cosas que no sirven para el día a día. Es un tema para tratar en un post futuro de caráter sociológico. Claro, compramos cervezas, latas de almejas, bolsas de patatas fritas, queso, aceitunas, el último chocolate que salió; eso sí, sólo para probarlo; pero ni no acercamos a los productos de limpieza, a la harina, al arroz, al pan o al azúcar. O sea, a las cosas realmente necesarias para todos los días.

Claro, después al llegar a casa y colocar todo en los armarios de la despensa te recuerdan todo lo que hacía falta comprar y no lo hiciste. Bueno, mañana tendré que volver, te dices. Para así justificar que no eres tonto y que sí compartes el peso de las tareas de casa.

Decía que iba yo por el súper con mi lista repleta y mi carrito ya casi lleno. Acababa de echar un kilo de harina, y me dirigía a por un paquetito de sal. Qué contentos se iban a poner en casa, hoy estaba comprando el pan, jabón de lavadora, detergente para suelo, pasta de dientes, sal, papel higiénico... O sea, todo eso que los chicos nos creemos que nace ahí mágicamente, por generación espontánea.

La sal estaba, me dijo una dependienta, al fondo a la derecha. ¿Ustedes se han dado cuenta que en los grandes almacenes todo lo que necesitas está al fondo a la derecha junto a los ascensores? Y andas y andas hasta llegar a ello. En ésas me encontraba yo lista en mano y empujando un carrito lleno de cosas, como si mañana fueran a acabarse las tiendas de este mundo.

Llegué por fin a la sal y había seis u ocho marcas distinas, pero de igual peso y apariencia. Cuando observo más fijamente veo que una cuesta unos 6 euros -unos 7 dólares-, mientras las demás no llegan a los 40 céntimos. Extrañado por tanta diferencia le pregunto a otra dependienta. Ésta más joven, guapa, habladora, simpática y sonriente. Mucho. Si realmente existe diferencia de ésa frente a las otras que justifique que valga 15 veces más. Me dijo que la textura en el paladar era más suave, que si el sabor y que si no sé todavía a qué saben las nubes;o sea una milonga. Yo sólo me fijaba en sus ojos, en sus labios y en sus incisivos blancos, que en ese momento hacían juego con el blanquísimo impoluto de la sal y de sus ojos. Total, que me fui con el paquetito de sal caro. Carísimo.

Esa chica, desde luego, era la vendedora perfecta. Capaz, entre sonrisas, de venderle a un incauto como yo cien paraguas para viajar al desierto de Atacama.

Iba con mi sal y mi carrito feliz por los pasillos de aquel supermercado y empecé a pensar que en el mundo hay muchas, muchísimas familias que tienen menos de 6 euros diarios para vivir. Desanduve el camino hasta donde estaban las sales, y le dije a la chica sonriente que lo había pensado mejor. Por respeto a aquéllos, que tienen menos, la cambié por la otra mucho más barata.

P.D. Lógicamente he querido evitar nombrar marcas comerciales.

viernes, octubre 07, 2005

Su orgullo y su obra


LLevaba unos meses pensando que tenía que hacerme unos estantes en el trastero para guardar todos mis libros. Así que a través de un periódico de esos en que se ofrecen profesionales, contacté con un carpintero. Desde entonces mi carpintero se llama Seve. La cuestión consistía en colocar unos estantes de madera barata para dar sitio a los libros que rondan todos los rincones de mi casa. Entre los dos, él sobrado de profesión, diseñamos lo que más tarde sería mi nueva librería. El caso es que Seve captó perfectamente mi intención, y durante una semana anduvo junto a su ayudante ensuciando todos los rincones de mi casa.

Por aquello de que tenía mis libros y mi ordenador o por darme el gusto de ver la librería, de cerca vigilaba cómo atornillaban las escuadras o ajustaban las tablas. En su labor hubo varias cosas que me llamaron la atención. Por un lado la perfección y el oficio que derrochaban Seve y su compañero: puertas encajadas, tablas bien ajustadas, barnizados bien pulidos y rapidez. Mucha. Tampoco, a pesar de que Seve fuma como una chimenea, lo vi hacerlo mientras trabajaba. Y en cuanto a las cervezas que les ofrecí, sólo, a duras penas, me pidieron agua; eso sí fría.

De vez en cuando paraban su labor para comprobar el trabajo hecho y ver posibles defectos. Asentían para ellos mismos y daban retoques en rincones que yo, a simple vista, veía perfectos.

Calculando los centímetros de baldas y las escasez de mi trastero, era evidente que no iban a caberme todos los libros. Así que Seve se había pasado la noche anterior pensando para ganar unos centímetros de espacio a la pared.

Por fin, una mañana terminó el encargo. Habían barrido el suelo, la librería recién barnizada brillaba y el olor a cola tierna daban un aspecto perfecto a la habitación. Saqué tres cervezas y entonces Seve y su compañero se las bebieron conmigo, sentados frente a la nueva librería. Miraban su obra y luego me miraban sonrientes a mi, satisfechos por el deber cumplido. Seve todavía se levantó a pasar el dedo para quitar dos pelusas de serrín y en ese momento comprendí que era parte de ellos: su orgullo y su dignidad. Aquélla era su decencia y su respeto, que no se hereda ni se regala, sino que se gana con profesionalidad y con vergüenza.

Y también comprendí que mis miedos sentidos cuando le conocí por ser una persona con discapacidad, eran ridículos.

Entonces fui al frigorífico y saqué otras tres cervezas, esta vez con muchísimo respeto.