La flor de la manigua
La encontré en el malecón de La Habana, frente al Habana Libre, mirando al horizonte del mar como sólo saben hacerlo los cubanos. Que en los atardeceres se reúnen a ver pasar el horizonte frente a su malecón sabiendo que más allá está la Florida, no tan florida sin dólares, y su "libertad".
Su piel era de un desmayado color tabaco, como el de los taínos, y haciendo juego con la piel, los ojos eran color de miel. Grandes, vivos y cautivos de una cara todavía adolescente que no era acorde a su edad ni a las necesidades que aún no se pueden cubrir en la isla.
Los cabellos, de color moreno azabache, mecidos por el viento húmedo. Y acompasados con el vaivén de las olas, a intervalos, traían olor a sal y humedad entre su confusa melena rizada, que casi le llegaba a la cintura.
La cara perfilada con una diminuta nariz, sobre sus siempre sonrientes labios de mulata, era retocada con un ligero maquillaje. Fue en ese momento cuando con su melena larga, que con el viento le tapaba media cara, se puso simpática a charlar conmigo como si nos conociéramos de siempre. Si las miradas pudieran ser lentas diría que me miró despacio. Mucho.
Llevaba un cortito traje de algodón blanco con florecitas. Faldita corta y tirantes finos sobre los hombros. Las ráfágas de las olas al romper, a intervalos, relucían en sus vidriosas pupilas. Sus incisivos aparecían con sus sonrisas, muy blancos, entre sus labios de canela y el collar de marfil era un trazo pálido, de lado a lado del cuello moreno, que con la luz quebrada de atardecer sobre el horizonte hacía juego en sus destellos y reverberaba en su piel como un reflejo de luna.
Ya anochecía, y la invité a tomar unos mojitos en el Floridita, donde Hemingway pasaba sus más dipsómanas horas de la Habana vieja. Y la vi sonrojarse hasta la punta de la nariz.
Después me miró como sólo saben mirar las mujeres, con esa sabiduría irónica y fatigada que nos domina a los hombres, que ni se aprende ni tiene edad porque la llevan en la sangre, desde siempre. Y aceptó con una sonrisa larga, que pudo ser, también, un gemido dulce o una complicidad.
Habría querido recordarla siempre así, con aquellos ojos tan grandes que daba vértigo asomarse, fijos en la espuma que desilachaba el viento sobre las rocas y las olas del mar, y donde más allá está el paraíso. Hoy, por fin, vive en Miami.
Bueno, ya conté una de las cosas que nunca quise olvidar. Ahora te dirijo la pregunta: ¿Qué cosa nunca querrías olvidar?